LA MAGIA DE AÑISCLO
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LA MAGIA DE AÑISCLO
Añisclo amanecÃa lentamente, sin prisas. Los primeros trinos del mirlo y del petirrojo se unÃan al continuo murmullo de la corriente del rÃo Bellós , manco y cojo a causa de una otoñada parca en aguas.
El andar cansino, triste y perezoso; impropio de tres andarines, hechos y derechos, con Ãnfulas de montañeros y es que la rodilla, los músculos y los huesos no entienden de vivac bajo las estrellas, ni de amaneceres escarchados; ni comprenden que un joven otoño quiera vestirse con las gélidas y ajadas ropas de un precoz invierno. Bosquetes y saltos de agua pasaban por nuestros ojos sin pena ni gloria, tanta belleza menoscabada por la mirada bovina de tres carámbanos con botas, mal amigo es el frÃo y peor compañÃa el hambre, hablan, discuten, dan mordiscos al estómago hasta que el cuerpo ordena:
- ¡ A desayunar toca ¡
Y uno, que es de manos pequeñas, carnes justas y buen apetito, pone cara de chico obediente y come. Ya, con otro ánimo, el paso se trueca ligero, alegre, casi raudo, se enseñorea de zancada larga y poderosa.
- ¡ Javier, quieres dejar de hacer el tonto, no dar tirones y caminar como todos ¡
Y uno, que es aprendiz de montañero, notable atolondrado y maestro en meter la pata, pone cara de niño regañado y obedece. AsÃ, entre cuatro voces, tres montañeros con la panza satisfecha, peregrinaban en busca de las bendiciones de San Añisclo, patrón de almas nómadas.
Tras un pequeño recodo, arremansado en una poza, el rÃo Bellós exudaba finÃsimas volutas de vaho; de su cristalina superficie emanaban etéreas canas, algodonosas y danzarinas, al compás de una mágica ensoñación, rota de repente, por el súbito aleteo de un mirlo acuático.
- ¡ Jodido bicho, vaya susto ¡ - exclamó el compañero en tono socarrón.
Extasiado, con la boca abierta, mudo por la sorpresa y poseÃdo por el embrujo del lugar, pensé que el rÃo Bellós tenÃa personalidad propia y plasmaba en imágenes sus sentimientos: quizá fue alegre y juguetón en las corrientes e impulsivo y travieso en los saltos de agua, para ahora reflejar un rostro más sereno y maduro, hechizando con su aura de misterio aquella espléndida visión ... ¿ Cómo se mostrarÃa más adelante ?
La senda se adentraba entre dos hileras de arbustos esqueléticos, raÃdos por el hacha sacrÃlega de un sendero trillado. Jirones deshilachados de luz grisácea amortajaban el paraje, trenzaban, con hilos de sombras, una telaraña de melancolÃa. Demasiadas huellas en tan corto trayecto habÃan agostado su antigua hermosura y su rostro de claroscuro nos observaba con la desgana de una ilusión marchita. Añisclo mudaba de piel y sus ojos lagrimeaban gotas de belleza que irisaban la luz de un esplendor de antaño. Oprimidos por tan lúgubre mirada, decidimos abandonar sus mermados encantos y encaminarnos, fuera de ruta y por terreno desconocido, hacia el atractivo regazo de doña Pardina , faja enriscada en los costillares de Añisclo. Atravesamos un sotobosque erizado de ruscos, madreselvas y ganchudas zarzas que dificultaban la ruta hacia su hermano mayor. Una tenue neblina lo envolvÃa, la luz se tamizaba entre hebras de algodón que, a nuestro paso, se deshilaban en etéreos dedos que rozaron nuestros cuerpos; sentà en el rostro su caricia sutil y me gustó. Al girar la cabeza percibà cómo detrás de nosotros volvÃan a unirse para formar una densa muralla, neblina opaca, que, siendo la misma, era ya distinta. Delante el bosque se agrandó, la luz, ahora clara, generosa y rotunda, iluminaba su cara más hermosa: MirÃadas de hojas refulgÃan al ritmo de la brisa, con diferentes tonalidades verdes, emulaban el vaivén de las olas en un mar esmeralda. Arces y serbales pincelaban, con trazos sanguÃneos, la leñosa espesura, ocre y dorada. A nuestro paso, enjambres de resecas hojas revoloteaban alrededor de los pies; oÃamos sus toscos zumbidos que, como tambor de galeras, acompasaban la marcha con chirriantes latigazos en los oÃdos. En un calvero, el sol cenital insinuaba la hora de la pitanza; nos sentamos, encima de unas piedras tapizadas de musgos, para malcomer unos bocadillos de plomo y fruta despachurrada, maltrechas viandas que apagaron nuestro ánimo; mal horno es la mochila y peor leña, la inapetencia, fraguan la duda y cuecen el desaliento.
- Ya es mediodÃa y no hemos encontrado el inicio de la faja – comentó uno -. Aunque lo hiciéramos , con las pocas horas de luz que nos quedan, serÃa prácticamente imposible completarla.
- ¡ Menudo dÃa ... me lo comerÃa entero y seguro que sabrÃa mejor que esto ! – exclamó otro, al mismo tiempo que mostraba media barra de pan fosilizado con tropezones momificados .
- ¿ Retomamos el sendero principal y vamos hacia Font Blanca ? – sugerà , mientras escupÃa perdigones de la boca.
Finalizada la corta deliberación , decidimos acortar, campo a traviesa, todo lo posible para enlazar con la senda paralela al rÃo Bellós. El bosque, cada vez menos denso, dulcificaba nuestra retirada con sus variados colores. El suelo, casi imberbe de hojas secas, presentaba un aspecto más desnudo, veteado de piedras, huérfanas de musgos. Éstas, tÃmidas y de tamaños diversos, campeaban, inicialmente dispersas, como rebaño sin pastor. Destacaba una gran laja hendida de grietas, arañazos gatunos hechos de hielo y agua, techada , casi en su totalidad, de lÃquenes anaranjados que, como llamas eternas en la hoguera de los tiempos, perpetuaban su presencia secular.
Al fondo unos bloques dificultaban la marcha, su superficie rocosa invitaba al tacto. Desde esa altura divisamos el sendero y, después de un corto destrepe, nos dirigimos hacia él para retomarlo.
El rÃo Bellós asemejaba una cicatriz en el rostro del cañón, que perfilaba su carácter, más bronco y salvaje, en busca de una faz apacible y serena. Los hitos marcaban la continuidad del sendero que bamboleaba entre la orilla pedregosa y las paredes de San Vicenda.
Tramo a tramo, la tarde se diluÃa entre risas y la charla banal de tres compañeros de caminata.
- ¿ Qué os parece si vivaqueamos aquà ? – preguntó uno.
- ¡ Con tal de quitarme la mochila de la espalda – respondió el otro –serÃa capaz de dormir encima de un cardo !
El lugar sugerÃa el descanso : un minúsculo puente, alguna pequeña poza y una zona herbosa donde poder dormitar a gusto. Mientras los compañeros consultaban el mapa, dejé la mochila y me encaminé hacia la entrada del barranco y ahà estaba : Font Blanca. Sin rostro, en una boca de piedra, con su lengua acuosa vertiendo mudas palabras. ¿ QuerrÃa decirme algo ? Mala esposa es la ignorancia y peor marido, el cansancio; nefasto maridaje que embrutece la mente y agota la carne, para engendrar hijos lerdos y vagos.
PensarÃa en Añisclo y, sobre todo, lo sentirÃa dentro de mÃ: el tacto de piedra y niebla; su voz en boca del agua, susurrante o chillona, pero siempre sugerente; la mirada de hojas amarillas, verdes y rojas en mis ojos hechizados por su luz. HabÃa olido una gota Ãnfima de su esencia pero su aroma impregnaba cada poro de mi piel. Añisclo vivirÃa para siempre dentro de mÃ.
- ¡ Javier ¡ ¡ Javier ¡ - gritaron los compañeros.
El anochecer, ya cercano, nos reunió; saqué cuatro cosas de la mochila, cenamos y extendà el saco de dormir. La noche, gélida y abierta, moteaba el cielo de infinitas luminarias: Vega, Altair y Capella, engreÃdas y distantes, miraban con displicencia a la cenicienta Polaris, princesa viajera entronizada en su carro celeste. Alrededor Draco, serpenteaba, con las fauces abiertas, dispuesto a devorar a Hércules; mientas, la luna nueva, plena de oscura pasión, morÃa en los brazos de Perseo.
Los ojos, velados por una pátina de sueño, parpadeaban al son del cansancio. El frÃo vivificante me acariciaba el rostro; soplaba, en ligera brisa, para izar la bandera de la libertad: Bajo un cielo iluminado; a campo abierto; en el corazón de Añisclo ... me transmuté en roca, luz, agua y viento para sentirme grande y pequeño, salvaje y domesticado, hermoso y corrompido.
Gocé de la plenitud de la jornada y dormité pensando en ella, en la estrella de mi corazón.
Javier Pastor