Los rayos del sol reflejan en la nieve espejos de luz diamantina. La claridad deslumbrante nos ciega con su corona de gloria en la ya cercana cumbre. Luz que abrasa, canto de sirena que enmudece a esa otra voz que nos alerta de su fulgor mortal.
OÃmos crujidos en boca de nieve al pisarla; para imaginar que tan sólo son los lamentos de unos y otra, tras varias horas de ascensión. Sin saber, quizá, que sean los bramidos de una bestia agazapada en la pendiente; con la tensión del predador ante la presa; acechante al menor movimiento que desencadene su feroz ataque en un abrazo letal ...
- ¡ Alud !
Un grito de advertencia incapaz de retener el suelo. La última imagen del grupo flota entre nubes de húmeda polvareda, sin tiempo para el auxilio ni el pavor... Bailo sobre blancas olas, espumadas de muerte, que me arrastran a su voluntad. Rugen con la fuerza indómita de un oleaje embravecido; y yo, como barca a la deriva, naufrago entre sus gélidas aguas. Torpe tÃtere que bracea en busca de un cielo cada vez más lejano; más allá de la oscuridad de una nieve que sepulta, para emerger de nuevo y, quizá, conseguir la última bocanada de aire. Otro envite me sumerge en la negrura de un mar sólido, brusco y galopante que me zarandea sin piedad. Noche espesa y frÃa, en busca de una garganta que no respire, ni aúlle; para robarme el último aliento y dormir en su vacuo lecho de tenebrosidad. Estoy inmóvil, atado por unas sogas trenzadas de frialdad; bajo nÃveas lápidas, cristalizadas de angustia, deformes por los zarpazos de una fiera insaciable, hambrienta de caos ... Ya todo ha pasado; quietud ..., la calma después de la tormenta.
No siento paz, ni alivio. Soy reo en una cárcel de cristales de hielo que me cortan con sus gélidas puntas; en el corredor de la muerte. Aterido ante la impotencia; a la espera de que Doña Parca, pálida y silenciosa, extienda su manto nÃveo para atenazarme con su abrazo. Tiemblo ..., quizá su guadaña de lúgubres carámbanos haya sajado mi cuerpo. Y, sangrante, sienta un frÃo inconmensurable, como si una jaurÃa de bestias polares me devoraran con sus colmillos de hielo y escupieran vaharadas mortuorias de aliento glacial, para adentrarse en mÃ, hasta escarchar la sangre y quebrar los huesos. Espasmos de tiritona; chispazos eléctricos que, como yesca mojada, no prende en hoguera. Humo sin llama que asfixia los pulmones; neblina mortÃfera que ahoga la garganta y nubla la consciencia.
Deseo desdoblarme para que mi ente astral, libre y cálido, huya del helor y de la negritud de esta tumba claustrofóbica; pues la sofocante oscuridad es mano que estrangula la garganta y venda que ciega el ánimo. Quizá, como un pez en un dedo de fangosa charca, coletee con la fe de nadar en aguas abiertas; y la salvación o la agonÃa dependan de la suerte, o de una oportuna mano que actúe de Dios y salve.
Debo de estar muerto ... Un imperceptible punto de luz rompe la oscuridad absoluta, irrumpe para liberarme ... Unos dedos luminosos me ofrecen la palma ... ¡ No quiero asirla; ansÃo vivir, no deseo cruzar el umbral cegador hacia otra dimensión ... No estoy preparado ! La claridad se expande para recortar, al contraluz, una silueta amorfa, aún no definida. Impacta en mi rostro un cálido olor familiar; unas manos me extraen de aquel vientre frÃgido para darme, otra vez, la vida. Entrecierro los párpados a causa del resplandor; apenas distingo a gentes, junto a un ser peludo y vivaracho que, a mi lado, ladra de alegrÃa...
¡ El perro es uno de los mejores amigos del hombre !