CILINDRO - ORDESA II - Y asà me quedé, perdido en el monte, en busca de una leyenda tan oculta que no la encontraba; rodeado de oscuras nubes, negros caballos desbocados, que más que relinchar, amagaban con dar coces...
El primer relincho, bronco y fuerte, tronó en mis oÃdos, como si fueran los rebuznos de ocho asnos encelados con la misma oreja: la mÃa, que, sobresaltada y por fin despierta, no quiso apreciar las voces de tan asnal coro; con tanto burro y rebuzno, decidimos salir por patas, al galope; más que nada, por no desentonar con nuestros primos de recua.
Atrás dejamos ensueños, cima y a Xabi, que, por algún motivo, no nos seguÃa. La Escupidera, tallada en escalones de nieve dura, deformes por la huella del tiempo, manchaba de blanco sucio, casi gris pálido, la ruta normal del patriarca de Ordesa. SentÃ, por un momento, la angustia de la caÃda y el dolor de los seres queridos; pues, sin quererlo, pisaba la tumba, resbaladiza y traicionera, de excesivos montañeros.
Xabi se quedaba rezagado junto a la latente tormenta; como si la compañÃa de ambos formara parte del eléctrico ambiente, y sus personalidades, bulliciosas y explosivas, fueran eco de rayo y trueno, chispeantes y salvajes.
El Lago Helado mentÃa carente de pudor; pues sus aguas, sin costra gélida, reflejaban un cielo gris, tejido de fugaces relámpagos. La imagen invertida serpenteaba sobre la ondulante superficie del agua en latigazos rojos, blancos y azules, que tatuaban su frÃa piel acuosa en súbitas cicatrices, repentinos fogonazos hechos de luz y bochorno. No sé si fueron estos ardientes aires los que cocieron nuestras escasas neuronas; o el estruendo que, a oÃdos de dos pamplonicas en puertas del 6 de julio, nos sonaron al chupinazo de “ a la carga “. O, sencillamente, un calentón de hollar la cima. En nuestras mentes ya se incubaba la fiebre de ascender al Cilindro, y tan sólo nos retenÃa la inquietud por Xabi. Éste nos indicó por señas, que siguiéramos; y la tormenta, con sus quejidos, que nos quedásemos. Arriba o abajo, cumbre o refugio; dilema que nuestros ojos resolvieron al ver los dos corredores hermanados, casi gemelos, apuntando hacia la gloria: la Escupidera, como mujer fatal, con su belleza indomable que vampirizaba la vida de quien cayera embelesado en su pétrea piel. Y su compañero, el corredor del Cilindro, proxeneta macarra con aire de chulesco atractivo que golfeaba a costa de la fama de ésta. Cilindro nos llamaba y no escuchábamos otra voz, pues la pasión no entiende de razones. Nos sentÃamos como adolescentes – Tripu cerca y yo ... lejos -, que deseaban bailar con la novia del matón del barrio justo en las narices de su pandilla. Y empezó el baile a ritmo roquero: rápido, corredor arriba; felices e inconscientes, disfrutábamos de la ascensión. Ahora acompañados por la música salsera de trompetas , timbales, bongos, maracas y congas orquestados por la batuta fulminante de Rigor Rayosvky Mortis.
Las gotas nacÃan de la frente pues el sudor, hijo del esfuerzo, era lo único que nos mojaba; gracias al paraguas del ángel custodio, fiel maestro, que con sus alas amparadoras nos protegÃa.
En el collado, una chimenea vertical con cara descompuesta – espejo de mi rostro-, marcaba una herida en la roca. A escasos metros, otra cicatriz sajaba el muro. Tripu dejó la mochila y yo, penitente de la CofradÃa de San Telodije, acarreé mochilón, piolet, cordino en reserva y mucho ánimo.
- ¡ Aúpa que sólo es una mariconada de IIº. ! – exclamó Tripu para animarme.
- ¡ SÃ, sà ..., de las que si te caes te dan por ...!
Las presas se sucedÃan sin más contratiempos. Una vez superada y de repente, la adrenalina en mi caso y en Tripu, la sonrisa; dejaron paso a una cascada de agua ..., rÃo, torrente de goterones, dulces y frescos, que nos calaron; nos pusimos a correr. Tripu por delante, con su figura de colores chillones en contraste con un ambiente gótico, de fondo oscuro. Ni el cansancio ni el aguacero ...; ni siquiera mi mochila entorpecÃan la carrera. Los rayos zigzagueaban como serpientes eléctricas, letales y fulminantes a nuestro lado; espoleaban hasta lo indecible nuestras piernas. Uno, que fue crÃo pegado a los enchufes de casa con los dedos ennegrecidos y los pelos de punta, tenÃa muchas probabilidades de convertirse en un cabrito asado, churruscado en los fogones de la imprudencia. Y para un vegetariano de boca precoz, que sólo prueba la carne humana de vez en cuando, era mucha guasa. Los broncos aullidos salÃan de una garganta de fuego; exhalaban un olor penetrante a ozono y escupÃan fulgurantes rayos naranjas, azules y blancos. Llamas de furia ciega, caprichosa, en busca de dos inconscientes que hacÃan de estúpidos pararrayos; pero no estábamos solos ...; junto a una resbaladiza losa, equipada con un cordino, dos montañeros en cada uno de los extremos, afrontaban el paso. Hablamos lo justo - ¡ más que nada por el ruido de fondo ! -, para pedirles un acto heroico.
- ¿ Nos dejáis el pasamanos para poder hacer cumbre ? – les pregunté, como si fuera el hecho más habitual en esos trances.
Nos contestaron que allà se quedarÃan si no les fulminaba un rayo – muy posible en tales circunstancias-. Corrimos; volamos y, en la cima, junto a un gran hito, Tripu se empeñó en que le inmortalizara con una foto; cedà – por no discutir en aquel infierno-, para regresar a la losa y ...¡ allà estaban, como hacen los auténticos héroes: en cuclillas..., cagando el miedo ! Nos abrazamos y sentà valor, fuerza ..., la solidaridad de las montañas. Sin perder tiempo, los cuatro descendimos en busca de la primera chimenea, vertical y equipada; rapelamos y, en el collado, nos despedimos:
- ¡ Nos vamos hacia el otro lado; pernoctaremos en Sarradets ! – dijo uno.
- ¡ SÃ, queremos conocer el circo de Gavarnie ! – puntualizó el otro.
- ¡ Gracias ... ! – dijimos los dos, casi al mismo tiempo.
Bajamos por el corredor Este hacia la laguna. Xabi nos esperaba agazapado entre unos bloques; cariacontecido y, al parecer, sin ninguna parte del cuerpo seca, nos regaló parte de sà mismo: su sentido del humor.
- ¡ Ahora que empezaba a sacarle alguna palabra a la roca; venÃs vosotros para asustarla ! ¡ No veis que la chica es tÃmida ! – exclamó serio, para mirarnos de arriba abajo -. ¡ Dais pena ..., menuda pinta que traéis !
- ¡ Hemos bailado un rato con las chicas del pueblo ! – le contesté, mientras señalaba la pared del Cilindro.
- ¡ Ya he oÃdo la música !
- ¿ Nos movemos ... ? – preguntó impaciente Tripu.
El itinerario seguÃa la cadena de los hitos y las innumerables huellas de otras pisadas . Chapoteábamos por la Ciudad de Piedra , entre palacios de caliza y canales de agua. Lejos de ser románticas góndolas bajo los puentes de Venecia; éramos escurridizos turistas, más en el suelo – a causa de los numerosos resbalones – que de pie, en inestable equilibrio, tan sólo tres minutos anclados sobre las botas; para zozobrar, otra vez, en un mar de tropiezos. Admirábamos la soberbia arquitectura de las rocas desde la altura de los ojos y saboreábamos, al caer, la rocalla embarrada con regusto terroso a la altura de la lengua . Todo un ejercicio gimnástico de flexiones anárquicas y penosas alzadas donde posaderas, manos y rodillas se despellejaban mutuamente; mientras nuestras orejas , sordas a causa de la estridencia de palabrotas y truenos, no querÃan escuchar más gruñidos.
De modestos pirineÃstas, encumbrados por el amor a Ordesa, corrimos a maratonianos alpinistas en una carrera contra el rayo; para trocarnos en tambaleantes himalayistas, expertos en ocho mil resbalones y siete mil caÃdas. Trasiego psicológico y de notable desgaste fÃsico, fruto de la señorita Electra Kaenchuzos de Punta, moza de malas aguas y peores chispas; contumaz chillona y plañidera sin mesura. Hija de doña Tormenta y don Ozono, matrimonio enérgico y de fuerte carácter, que - ¡ no sé porqué !- se empeñó en formar parte de nuestra cordada.
La ruta normal del Perdido estaba desierta; hecho bastante insólito, poco común y nada creÃble. Tan extraño, que si no fuera porque nuestros ojos, relavados en mil aguas, no hubieran grabado esta rareza en la imprenta de la memoria; pensarÃamos que fue un deseo dibujado por unas mentes soñadoras.
Terminamos cansados, con un sinfÃn de traspieses, multitud de moratones y la ropa empapada hasta las etiquetas. Para finalizar una jornada de aventuras a pocos metros de las cuatro paredes, saturadas y sin espacio, de Góriz; transformado, por arte de las circunstancias, en idÃlico paraÃso de la vestimenta seca y de las frÃas cervezas. Mas, cómo al perro flaco todo son pulgas, encontramos la ropa húmeda, embebida de venganza por no abrazarla con plásticos y el refugio desbordado por millares de vacÃas latas de cerveza; libadas por hordas insaciables de sedientos montañeros. Únicamente quedaban cinco latas a temperatura ambiente, es decir, tropical camino de los hornos del infierno. Tan calientes que, el intento de acercar la mano para asirlas, provocaba ampollas de segundo grado y, el mero hecho de enseñar cuchara y plato, encadenaba que las letras de las latas saltaran al fondo de la sopera, listas para escaldar las lenguas de tres mojados despojos. Y es que la montaña es mujer de piedra, de fuerte carácter y maestra de pruebas duras; que pone el listón muy alto - ¡ dicen que en la cima ! a los amantes que la cortejan. Más que nada para distinguir el auténtico cariño y fastidiar al guapito equipado a la última que, vestido como un perfecto maniquÃ, no siente de verdad dentro del corazón, el amor a tan exigente dama.
Javier Pastor