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 Lupus Lupus
Estas en MONT ... ALMA Archivo de Relatos March 2008 Punta De Las Olas - Ordesa Iii -
Thursday 13 de March de 2008, 15:02:04
PUNTA DE LAS OLAS - ORDESA III -
Tipo de Entrada: RELATO | 4361 visitas

Y es que la montaña es mujer de piedra, de fuerte carácter y maestra de pruebas duras; que pone el listón muy alto - ¡ dicen que en la cima ! – a los amantes que la cortejan. Más que nada para distinguir el auténtico cariño y fastidiar al guapito equipado a la última que, vestido como un perfecto maniquí, no siente de verdad dentro del corazón, el amor a tan exigente dama.


.... Y es que la montaña es mujer de piedra, de fuerte carácter y maestra de pruebas duras; que pone el listón muy alto - ¡ dicen que en la cima ! – a los amantes que la cortejan. Más que nada para distinguir el auténtico cariño y fastidiar al guapito equipado a la última que, vestido como un perfecto maniquí, no siente de verdad dentro del corazón, el amor a tan exigente dama.


     Ténuemente lloviznaba; hartas ya de tanto derroche, las gotas caían en avara presencia. Mas, como si sólo nosotros fuéramos el objeto de su deseo, únicamente llovía sobre nuestras cabezas. Allá donde pisábamos, nos acompañaban la lluvia y el charco ...; era tan notorio, que empezábamos a esquivar las miradas de recelo y dudábamos entre montar la tienda o una piscina.
     Los macarrones hervían con el fuego de las ardientes ojeadas de los secos campistas que, a pocos metros, observaban estupefactos cómo sufríamos la única gotera de Ordesa.  Bajo el techo anaranjado de la tienda devoramos la pasta, enrojecida por el tomate y la vergüenza de sentirnos gafes. Hecho, aún más patente, al término de la glúcida cena, cuando saqué los potes a la intemperie para ser fregados por Madre Natura. Y ésta, cabreada por tanto machismo, decidió no derramar ni una sola lágrima más por tan desconsiderados hijos. Rotas mis esperanzas de no pegar un palo al agua, salí para terminar la faena. El cielo nuboso oscurecía el atardecer. Tripu me acompañó, herniado al portear un vaso, camino de los aseos.
- ¿ No hueles un tufo a gafe ? – le pregunté .
- ¡ Calla y no nombres esa maldita palabra ... que te pueden oír ! – replicó Tripu.
- ¡ Venga ya ... Sí ..., voy a gritar ! ¡ O mejor: publicarlo en internet, en un portal de montaña! ¿ Crees que soy tonto ?
     Al regresar, sin la contaminación lumínica del refugio, pudimos contemplar cómo las tiendas, a modo de farolillos de colores, lucían originales candilejas en verde, naranja, azul y granate. Voces, risas y algún gemido que otro daban a Góriz el ambiente festivo de una verbena.
     Al descorrer la cremallera de la entrada; oímos a Xabi, hundido en el saco, resoplar, con la fuerza de un bisonte, ronquidos que no podían salir de la garganta de un ser humano.
- ¡ Menuda nochecita nos aguarda ! ¿ Por qué no nació mudo o nosotros sordos  ? – espeté, mientras nos mirábamos para carcajearnos y recular, de la osera de una bestia cavernícola, en busca de los ruidos, infinitamente más placenteros, de la noche de Góriz.
     Una tienda iglú, iluminada de verde fosforito, sucumbía como jugosa manzana en nuestra boca. Como dos adanes bajo la luz  atrayente del árbol del conocimiento nos acercamos, al ver a Eva asomarse y sonreírnos. Entramos; Tripu como Adán y yo, como gusano; pues, por las miradas veinteañeras, percibí que, a sus ojos, parecería Matusalén. O Noé, por eso de estar entre aguas la mitad del día. El castigo bíblico, con la plaga de la autoestima a nivel de las botas, fue menos hiriente que el codazo de Tripu; que, como buen compañero ..., me dejó sólo. Él ascendió al paraíso y yo regresé al infierno; ahora acompañado por la crisis de los cuarenta y tantos.
     Xabi orquestaba arias y dúos con la moribunda tormenta: el resplandor del rayo; las vibraciones sonoras a través de la esterilla y unas orejas ensangrentadas por el puñal de los ruidos; no acolchaban la mejor almohada para conciliar el sueño. La noche de Ordesa  más que oscense trocó en toledana; pues el acero del insomnio laceró mis neuronas, mancas y cojas, a causa del accidentado día.
     El alba me pilló dormido, quizá de puro agotaniento; mientras Xabi, radiante, y Tripu, ojeroso,  preparaban el desayuno.
- ¡ Despierta Javier, duermes más que las marmotas ! – dijo Xabi.
- ¿ Quieres leche ? – preguntó Tripu.
- ¡ No, deja, que ..., aunque mala, tengo varios litros ! – contesté, algo agriado, al desperezarme.
- ¡ Tienes un aspecto horroroso! – exclamó Xabi, preocupado al mirarme.
- ¡ Gracias, yo también te quiero! ¡ He dormido mal !
- ¿ La tormenta ?
- ¡ Tus ronquidos ..., Marylin Maison !
- ¡ A ver, un respeto al más joven y guapo ! ¡ Además, no ronco!¿ Verdad Tripu ? – inquirió al compañero . Éste, con cara angelical, le contestó con toda la pachorra del mundo:
- No he oído nada.
      Me callé por no cometer un infanticidio mental, en un caso, y una justa ejecución en el otro ... Cosas que tiene la camadería y la hermandad de la montaña: en una situación peligrosa, dos desconocidos arriesgan sus vidas por salvar las nuestras; para luego, con las prisas, apenas darles las gracias. Por otro lado, quieres fusilar a dos amigos por cinco pedos mal tirados que, a mí mismo se me hubieran caído.
     En las primeras horas, el refugio se transformaba en una virtual estación de ferrocarril donde los pasajeros partían en grupos; formaban tal griterío que al observarlos, con la perspectiva del amante de la Naturaleza, me imaginaba a una bandada de chovas en disputa con un par de águilas. Tal era el barullo que, el hecho de no levantarse del saco, implicaba ser una momia o bien, un dormilón sordo. La locomotora hacia el Perdido ya había arrancado; multitud de viajeros traqueteaban ruidosos. Al pasar cerca, notábamos un sutil aire de suficiencia por no incorporarnos a los vagones; etiquetándonos de indolentes vagos. Escoria de los montañeros; más afines  a turistas y, si la pereza descalzase las botas para atarse unas chanclas , en pecaminosos domingueros.
     Desmontamos la tienda para arriar la bandera de la tardanza y subir al furgón de cola; tan sólo un segundo, pues nuestra vía, balizada en  rojo y blanco, rumbeaba hacia Añisclo. La brújula indicaba SE. Las miradas, un horizonte ondulado por las lomas de Sierra Custodia; dominadas por un cíclope azul, sin mancha nubosa, cuyo único ojo radiaba generosidad. Más que una ascensión parecía un agradable paseo, entre terrazas verdes y ocres campas. Bálsamo calmante para nuestras magulladuras.
     El collado Superior de Góriz se fragmentaba en un cruce de caminos: a la derecha, Fuen Blanca y su sorprendente barranco mecían la niñez del río Bellós. Por el este, Añisclo nos indicaba, en blanco y rojo, su rumbo; para ofrecernos una ladera pedregosa como puerta de entrada. Cruzamos un arroyo aguado por una escuálida cascada. Si en el valle las gotas discurrían en bulímica presencia, aquí escaseaban con anoréxica tacañería; pues, como alimento, dimanaban en sangre vital, encarnando parte importante de la esencia de Ordesa.
- ¡ Parad, voy a sacar una foto ! – ordenó Xabi.
- ¡ Pero si es una meada de gato ...; ni para lavarse la cara ! – repliqué.
     El Morrón de Arrablo imponía su silueta de pirámide truncada sobre un desierto de piedra; la verticalidad de sus paredes, aparentemente inexpugnables, contrastaba con la rugosa caliza. La roca cuarteada mostraba un pequeño lapiaz, aún imberbe en el tiempo, de pequeñas grietas y oquedades; que, a pie del GR – 11, alfombraba la ruta. La panorámica, a vista de pájaro, nos elevaba por encima de los 2.500 m sobre el cañón de Añisclo:  La Suca, como señora de compañía de las cimas más encumbradas; próxima, pero al mismo tiempo segregada de los aristocráticos tresmiles por plebeyos metros de altura. Junto a sus hermanas pequeñas, las Tres Marías, solitarias solteronas sin más acompañamiento que el balido de alguna perdida cabra o el pausado planeo de los buitres. El cañón, encajonado entre abruptos farallones, difuminaba luces y contornos. Del pozo oscuro de la sombra, perlaba el río Bellós, como joya plateada. Sensa techaba las altas planicies en verde y pardo. Y al fondo, donde la vista se emborrona por los años de lectura, Sestrales con sus suaves líneas perfiladas en el horizonte, falsa máscara de su áspero rostro.
- ¡ Es impresionante !- exclamó admirado Xabi.
- ¡ Pues ... cómo dice la tópica frase: “  la belleza está en el interior  ” ¡ Aún estamos a tiempo ! – respondí.
- ¡ Mejor otro día, que hoy quiero hacer cumbre !- afirmó Tripu.
     La senda ganaba altura enfilada entre muros; trocábase en indecisa fajeta que no sabía acanalarse en las paredes verticales; mas, como sendero, se arrimaba al borde en busca de aéreas vistas. Siempre a  nuestro lado la infranqueable muralla, como una compañera más del grupo, nos recordaba su carácter inaccesible para los bípedos humanos. Mas, como buenos montañeros, éramos tenaces y conocedores de alguna reseña donde se comentaban los pasos: bien por una chimenea de III º o por una cómoda canal. No visionábamos ningún corte en la pared, si bien no usábamos los cinco sentidos.
- ¡ Mirad, un cartel: a Moscú 85 m ! – ironizó Xabi.
- ! Y a Pekín  media hora ...; es más larga que la muralla china !- afirmé, ya que llevábamos bastante rato a su par.
- ¡ Cómo encuentre la chimenea, atajamos !- aseguró Tripu.
- ¡ Deja que le he tomado cariño a este sendero !- exclamé poco entusiasmado para  trepar un III º .
       El contrafuerte rocoso se esquinaba hacia la izquierda. Por el contrario, el GR – 11 descendía ligeramente hacia la  derecha. Tras caminar juntos parte del trayecto, sus huellas divergían en busca de otras rutas: el GR-11, como hermosa senda, tranquila y humanizada, al encuentro de la comodidad del valle. Incierto, sin prever el rumbo, el norte entreabría  una puerta de roca a quienes osaran pisar el umbral de la aventura. Un mojón, a modo de encrucijada, dividía el común itinerario; como hijos de la piedra, decidimos ascender por el cascajo hacia la visible ruptura de la pared. Cómodos y sin necesidad de agarres, escalonamos una corta canal; hermana pequeña y accesible que, con su sencillo encanto, anulaba a la otra.
     Arriba un hito nos introducía en el borde superior de la muralla que, en sentido inverso, desandaba el último tramo. Algún cairn punteaba la rocosa ladera que, como olas fundidas en caliza, se sucedían con la cadencia de un mar de piedra, quizá para dar nombre a la cercana Punta.
     El sol, casi en su cenit, blanqueaba un marcado sendero. El polvo de éste teñía de pálida pátina las botas, como si hubiéramos andado cinco siglos en arduo peregrinaje. Nuestro santuario no sacralizaba altar alguno, pues, como nómadas de los espacios sin fronteras, la libertad rezaba oraciones al viento.
     Una loma pedregosa pavoneaba su altura. Sin percibirlo, asemejaba la cara, rugosa y ajada, de una antigua diva que, a base de  cosméticos y ungüentos, pintaba su autorretrato con la quimera de enmascararse el rostro. Al igual, la caliza, cuarteada por la intemperie, quería enriscarse en glamurosa cresta que condujera, a través de pasos acrobáticos, a la cumbre; mas torpe en el intento, tan sólo lograba ser un camino de cabras con aires de cresta ancha.


La antecima, como preludio de comedia de engaño, mentía a medias, pues un pequeño resalte precisaba apoyar las manos, más que nada por no llevarlas todo el rato metidas en los bolsillos. La sorpresa nos dejó boquiabiertos al ver otra boca, oscura y de pétreos labios, junto a nosotros. En la cota de los tres mil, la sima más alta de Europa abría sus agrietadas fauces; no sé si con la intención de devorarnos, ya que Tripu, magro; Xabi, picante y yo, correoso; como alimento apenas sazonaríamos el apetito de su profundo estómago, capaz, con sus 451 m de albergar la totalidad de la fauna y flora pirenaicas.
     La cima de Punta de las Olas actuaba con la farsa de las apariencias. Tras el primer acto, la puesta en escena contemplaba una cumbre de una realidad común y simplona realzada con el apilamiento de piedras en un hito. Tal afán de quitar metros a las nubes para apropiárselos en cúspide; más que nuestro aplauso, merecía sacarse una foto como prueba del delito: cámara en temporizador; el mojón en medio, como reo culpable de latrocinio; y nosotros a los lados, sonrientes y felices, para no albergar ninguna duda de quién posaba como el malo de la película. Pasamos de actores de nuestra aventura, a espectadores de otra paralela para acabar como testigos de tan infame hurto.
     Al sentarme junto a mis compañeros, caí en la cuenta de que la gorra estaba recogida dentro de la mochila y mi cabeza castigada por un sol de justicia.
-  ¡ Javier, estás muy rojo ! ¿ Te encuentras bien ?- preguntó preocupado Xabi.
-  ¡ No sé ..., la cabeza !- comenté, mientras bebía, después de ponerme la gorra.
- ¡ Siempre que hacemos cumbre te pasa algo ! ¡ Sufres de un precoz mal de altura ... a 3.000 m !- exclamó Tripu.
- ¡ Perdone usted sr. Conquistador del Cotopaxi, rey del Chimborazo, conde de cinco miles y duque de seis miles que  a este miserable vasallo le caiga grande la corona del triunfo y su alteza tenga que caminar por plebeyas cotas ! – respondí mientras gesticulaba ridículas flexiones con ademanes cortesanos.
     Mal sombrero es el pelo y peor sombrilla el cielo raso en altura; provocan que los ojos vuelen con alas de espejismo y las neuronas alucinen a la mínima. Quizás un amago de insolación; la sempiterna compañía de mi otro yo, excesivamente soñador; y una sed de observar otras realidades; convirtieron un digno tresmil en una dudosa cúspide. Y si fuera juzgado en los tribunales de la objetividad, caería preso por vil imaginativo, pertinaz cuentista, asesino de realidades y corruptor de castas reseñas.
Sin ninguna sombra a la vista que refrescase un merecido descanso, continuamos, dirección norte, hacia el aragonés pico Añisclo o el afrancesado Soum de Ramond. Su imagen gris terrosa, altiva y esquinada por pitones de piedra, insinuaba el perfil de un gigantesco ser antediluviano, petrificado en los albores de la historia. Un cómodo sendero llaneaba por una terraza a 3.000 m; gracias a su altura, disfrutábamos de la panorámica de tres valles: Pineta, Añisclo y Ordesa.
- ¡ Qué curioso ... !- exclamó Xabi , al referirse a un vivac adosado a una gran roca.
     Un murete circundaba un solitario peñasco; en su interior, un cómodo lecho sugería la estancia.

     Acampamos y, después de cocinar arroz y sopa, comimos  a gusto, secos y sin ningún dardo de aciaga suerte clavado en nuestras posaderas. La fortuna quiere y odia con voluptuosa veleidad; a veces se embelesa al contemplar una simple zarza y otras ignora la hermosura de un jardín; fugaz y nómada, pues apenas huele una, vuela a otra flor con la magia del hada madrina y el acero del verdugo. La noche insomne a la luz de la luna, el golpe de sol en el cuerpo y la modorra tras una agradable pitanza cerraban mis ojos.  Una somnolienta paz relajó mi cuerpo: piernas, brazos y unos párpados cada vez menos abiertos dormitaban por su cuenta. El cerebro, aburrido y solitario, apagó las pocas luces de la sesera para descender al sótano de la subconciencia.
     Y ahí perdí la noción de los minutos, entre la nula voluntad de seguir despierto y el ansia de sucumbir al sopor de Morfeo.

                        Javier Pastor

 




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